lunes, 1 de septiembre de 2014


La piel del cielo – Elena Poniatowska

“Podría irme diez años y regresar a encontrarme los mismos tejocotes pudriéndose bajo los árboles”
Lorenzo de Tena

El fin de semana pasado terminé el primer y único libro que he leído de doña Elenita Poniatowska. He quedado complacida por la descripción de los escenarios en los que ocurre la historia de Lorenzo De Tena; especialmente aquellos donde alguna vez he caminado, donde he caminado más de una vez y donde siempre que vuelvo camino absorbiendo una imagen de 360 grados. Esta tierna y desparpajada obra recorre la vida de Lorenzo, el mayor de cinco hermanos que parten de Coyoacán hacia la ciudad de México al morir su madre. 
Lorenzo y sus hermanos y hermanas viven la orfandad materna en casa del padre y de su santiguada hermana, Tana. De carácter particularmente irascible, Lorenzo crece en medio de una clase social acomodada a la que critica y aborrece. Incluso el grupo de amigos que forma desde pequeño le es eternamente incomprensible en sus formas, en sus apreciaciones, aspiraciones y alegrías. Un omnipresente mal humor y una impaciencia eterna se suavizan sólo hasta que la casualidad lo pone frente a un telescopio que le permite sobreponerse a lo que él conoció como la limitación de sus sentidos. Su inapagable energía parece por fin encontrar cauce para verterse: la posibilidad de penetrar la oscuridad del cielo y entender lo que ocurre en su fría negrura.
Lorenzo De Tena se hace astrónomo a base de invertir incontables horas de observación en telescopios de inmensa y de nula potencia. El observatorio donde empieza y acaba nuestra historia es el de Tonanzintla. Comparto aquí la descripción de tan entrañable valle a la llegada de Lorenzo y su hermano Juan al observatorio:


Desde el edificio principal sobre cuya fachada Luis Enrique Erro mandó grabar en griego una frase del Prometeo de Esquilo: “Dios liberó a los hombres del temor a la muerte dándoles quimeras y esperanzas”, la vista del valle de Cholula era insuperable, los volcanes podían contemplarse casi todo el año. Y contemplarse era la palabra porque nada más propicio a la meditación que ese paisaje que enlazaba el valle y la montaña, asentándolos sobre la tierra para dar un peso y una razón de ser a la vida de los habitantes. Pocos iban a Puebla a la fábrica de Talavera en bicicleta a trabajar ocho horas diarias. La vida transcurría al son de las campanas. Su tañido hacía pensar en López Velarde y en su lenta conversación con el campanero. Las campanas eran trescientas sesenta y seis, una para cada día del año y una más para los años bisiestos, alojadas en los campanarios de trescientas sesenta y cinco iglesias. ¿Cómo tañerían cuando repicaban al unísono?

Esa tarde Erro tomó té con los dos hermanos.
            -¿No le parece un sitio ideal, amigo Juan? Miren ustedes, allá al este, el Popocatépetl y la Iztaccíhuatl, al oeste, La Malinche y más allá el Pico de Orizaba, aquí el Paso de Cortés. ¿Qué más podrían pedir en este escenario grandioso? ¿Ya notó la calidad del aire, condición fundamental para la observación del cielo, amigo Juan? Al norte puede distinguirse la pirámide de Cholula, ¿la ve usted rematada por una iglesia colonial? Más abajo está Chipilo, donde unos italianos hacen la mejor mantequilla y el mejor queso. Así que, amigo Juan, tiene el privilegio de trabajar en uno de los sitios más notables de México.

A la par de la grandeza y abundancia percibida por algunos de nuestros personajes, los hermanos De Tena destazan el país con sus palabras, revelando sus viciosos dobleces y su inevitable condena.

¿Así que este cerro pelón era el Observatorio? Juan miró el pueblo que parecía deshabitado como casi todos los pueblos de México, y la loma en la que Erro mandó construir el Observatorio, hongo solitario. A su lado, ni un asomo de milpa. “Allá arriba sólo se dan los guijarros que la lluvia hace rodar para abajo”, habría de decirle días más tarde don Crispín el de la miscelánea. Su velicito le pesó. ¿En dónde viviría si ninguna puerta se abría, si nadie se asomaba a su paso aunque en los corrales se oyera el cacarear de las gallinas? Alguien debía alimentarlas. De pronto, a la vuelta de la curva vio el pino. Se lo diría a Erro: “Arriba pueden sembrarse árboles puesto que ya hay un pino”. Probablemente le respondería que él había venido a hacer astronomía, no reforestación.

De pie junto a Erro, Lorenzo miró hacia Puebla de los Ángeles, cada vez más extendida.
            -¿No teme usted, señor, que pase con Puebla lo mismo que en la ciudad de México y nos invada con su iluminación cada vez más intensa? – preguntó sin dejar de entrecerrar los ojos para ver más lejos.
            -¡Con razón tiene fama de pesimista, amigo Tena! Graef dice que falta mucho para que advenga semejante desgracia.

Lorenzo sale del país y vuelve a él, lo cual acentúa su espíritu competitivo y testarudo, así como su negativa a conformarse con el tajo de ciencia que le ha tocado vivir a él y a su México.

Si en Tonanzintla había empezado su verdadera relación con el cielo, en Harvard éste le pareció suntuoso y altivo, un cielo que no lo invitaba a pasar. En México, el cielo era su sombrero, su cuate de allá arriba, le pertenecía: era un animal que lo incluía, lo cobijaba, un cielo-oso, un cielo-vaca, un cielo-perro, vaya, y aquí en los Estados Unidos no había encontrado sino un cielo magnífico, pero que no respiraba con él ni lo abrazaba grandote y familiar hasta la embriaguez conjunta. Aquí en Harvard el cielo lo observaba a él.

Le asombró la lentitud de las comidas impuntuales y copiosas que aniquilaban la tarde para cualquier cosa que no fuera una siesta de boa constrictora. “¿A poco ya te hiciste gringo? La comida mexicana es la mejor del mundo.” En Harvard, el lunch apenas si era una pausa entre dos trabajos, un impulso entre dos ideas. No había tiempo que perder. Aquí, el tiempo era una manita de puerco en vinagreta a la que había que chuparle los huesos. Y ahora unas tostadas de pata y unos tacos de lomo, estos cueritos están a todísima madre, unos chicharrones en salsa verde, puerco, puerco y más puerco y pásame otra tortilla para mi cabeza de puerco. “Lencho, ¿cómo pudiste vivir sin tlacoyos ni pambazos?” Tal parecía que México era una inmensa garnacha friéndose al sol.

Lorenzo atestigua la construcción de Ciudad Universitaria, y lucha consigo mismo para no perder la paciencia al reclutar estudiantes a los cuales formar en astronomía.

“Maestro, es que me voy a casar.” “Se lleva usted a su mujer.” “Doctor, mis padres no van a aguantar cuatro años de ausencia.” “Si usted les dice que va, hasta irán a visitarlo.” “No tienen con qué, doctor.” “Usted puede trabajar en sus horas libres, todos los muchachos lo hacen.” “Maestro, mi inglés es pésimo.” “¿Y qué? También el mío lo era. Tome usted un curso intensivo y allá termina de aprenderlo.” “Soy antiyanqui. Detesto su cultura.” “No se preocupe, puedo arreglarle una beca en Inglaterra, Francia, Italia o Japón. ¿Quiere ir al observatorio de Byurakan, en Armenia?” Las horas de convencimiento lo desgastaban.

De Tena ignoraba lo que significaban los lazos familiares y así fue a decírselo a Graef. El apretado cerco se volvía un nudo ciego, por no decir la cuerda del ahorcado. Ninguno de estos muchachos tenía espíritu de aventura. “Claro que lo tienen, Lorenzo, debes descubrírselo,” Lorenzo alegó que le parecía muy superior la educación norteamericana, que saca a sus jóvenes a los dieciséis años del home sweet home para no regresar sino hasta el día de Thanksgiving. Eso sí que era liberador. Aquí, ninguno podía romper el cordón umbilical.

Nuestro héroe tuvo mujeres a lo largo de su vida. Desde su juventud, durante su estancia fuera del país, en la ciudad de México y en Tonanzintla. Fausta, la última mujer de su vida y con quien él por fin acepta quiere pasar el resto de sus días a pesar de sus hábitos tan poco convencionales y exasperantes, toma una maleta y abandona la casita de Tonanzintla para nunca más volver. Lorenzo De Tena había ido a verla a su casa, por fin se había rendido al hecho de que la amaba y, sin expresar tan aplastante verdad la poseyó en un pestañazo. Acto seguido la arropó y le aseguró que estaría de regreso a media noche. Llegó hasta el telescopio a trabajar y reparó en todo este tiempo que ella había sido su compañera. Apagó todo y bajó corriendo hasta la casita, dispuesto a dejar de girar en su solitaria órbita, a tener hijos y a volver al rumor de la vida diaria con ella.
Nunca debió de haberse ido. Tenía que haberse quedado.

Espero que haya disfrutado su resumen, peladito y en la boca.