“No es que no te quiera, es que te necesito
lejos”. Hello, Seahorse!
Una de las cosas más simpáticas que me ocurrieron al
platicar de esta obra con no hispanohablantes fue que creían que García Márquez
se apellidaba Márquez. Y que se llamaba García. En fin, que seguramente usted
se cuenta entre los muchos afortunados que nos regocijamos con esta historia de
amor. Y es que, dicen, es muy fácil dejar de amar a quien vive con uno. Pero es
casi imposible que un objeto de nuestro deseo deje de serlo mientras esté lejos
y por siempre añorado.
Llevada ya a la pantalla grande con buen tino y mejor
fortuna, El amor en los tiempos del cólera nos narra la juvenil llama de
amor que se incendió en los corazones adolescentes de Florentino Ariza y
Fermina Daza. Y que se mantuvo encendida, digo yo, al nunca haber sido presa de
la convivencia diaria. Retractándome, también pudo haberse mantenido encendida
porque estaban hechos el uno para el otro, a la sazón de un Mal
de amores como el de Emilia Sauri y Daniel Cuenca. Entrañables personajes,
Florentino Ariza y Fermina Daza, reanudan este amorío en el ocaso de sus vidas,
en esas edades en las que la mayoría de nosotros no cree que la gente tenga ya
ganas de sentir mariposas en la boca del estómago. En esta reseña me gustaría
recordarle tres fragmentos, para mí, clave en la historia.
La adolescencia se presta, en todas sus facetas
(biológica, emocional, temporal, etc.), para que las sensaciones durante ella
experimentadas sean irrepetibles. Eso es lo que quisiera recordarle con el
primer fragmento.
-Lo
único que le pido es que me reciba una carta - le dijo.
No
era la voz que Fermina Daza esperaba de él: era nítida, y con un dominio que no
tenía nada que ver con sus maneras lánguidas. Sin apartar la vista del bordado,
le contestó: "No puedo recibirla sin el permiso de mi padre".
Florentino Ariza se estremeció con el calor de aquella voz, cuyos timbres
apagados no iba a olvidar en el resto de su vida. Pero se mantuvo firme y
replicó de inmediato: "Consígalo". Luego dulcificó la orden con una
súplica: "Es un asunto de vida o muerte". Fermina Daza no lo miro, no
interrumpió el bordado, pero su decisión entreabrió una puerta por donde cabía
el mundo entero.
-Vuelva
todas las tardes - le dijo - y espere a que yo cambie de silla.
Dios nos libre de ver a alguien que es nuestra
adoración llorar desgarrado por el rechazo del ser amado. Así lo plantean
incansablemente películas juveniles en las que padres, amigos, y hermanos no
pueden hacer otra cosa que abrazar el alma despedazada del rechazado. Eso
cuenta nuestro segundo fragmento.
En muchas de estas historias juveniles, como en 3MSC, por ejemplo, es la cabeza
femenina la que parece cobrar consciencia de la locura, de la imposibilidad o
de la idealización. Por lo menos ése parece ser el caso de Fermina Daza.
Fermina da fin al intenso noviazgo al tener frente a sí a su amor de lejos por
segunda vez. Así es: aunque usted no lo crea, en esos tiempos los novios se
comunicaban únicamente por vía escrita - ¿impensable hoy en día?
En
los días siguientes, al borde de la locura, él le escribió numerosas cartas de
desesperación, y asedió a la criada para que las llevara, pero ésta cumplió las
instrucciones terminantes de no recibir nada más que los regalos devueltos.
Insistió con tanto ahínco, que Florentino Ariza los mandó todos, salvo la
trenza, que no quería devolver mientras Fermina Daza no la recibiera en persona
para conversar aunque fuera un instante. No lo consiguió. Temiendo una
determinación fatal de su hijo, Tránsito Ariza se bajó de su orgullo y le pidió
a Fermina Daza que le concediera a ella una gracia de cinco minutos, y Fermina
Daza la atendió un instante en el zaguán de su casa, de pie, sin invitarla a
entrar y sin un ánimo de flaqueza. Dos días después, al término de una disputa
con su madre, Florentino Ariza descolgó del muro de su dormitorio el nicho de
cristal polvoriento donde tenía expuesta la trenza como una reliquia sagrada, y
la misma Tránsito Ariza la devolvió en el estuche de terciopelo bordad con
hilos de oro. Florentino no tuvo nunca más una oportunidad de ver a solas a
Fermina Daza, ni de hablar a solas con ella en los tantos encuentros de sus muy
largas vidas, hasta cincuenta y un años y nueve meses y cuatro días después,
cuando le reiteró el juramento de fidelidad eterna y amor para siempre en su
primera noche de viuda.
El tercer fragmento es el principio del final, el
primer año de duelo de Fermina Daza luego de la muerte del doctor Juvenal
Urbino y de que Florentino Ariza le reiterara el juramento de su fidelidad
eterna. Ambas cosas el mismo día, hágame usted favor. Es el inicio de las visitas
regulares que nunca tuvieron de jóvenes pues no tenían el permiso de la familia
de ella. Ahora sí lo tenían. O por lo menos era la única forma que tenía su
hijo, el doctor Urbino Daza, de demostrar que no era un troglodita como su
hermana.
Desde el punto de vista
médico, según él, el límite podían ser los sesenta años. Pero mientras se
llegaba a ese grado de caridad, la única solución eran los asilos, donde los
ancianos se consolaban los unos a los otros, se identificaban en sus gustos y
sus aversiones, en sus resabios y sus tristezas, a salvo de las discordias
naturales con las generaciones siguientes. Dijo: “Los viejos, entre los viejos,
son menos viejos”. Pues bien: el doctor Urbino Daza quería agradecerle a
Florentino Ariza la buena compañía que le daba a su madre en la soledad de su
viudez., le suplicaba que siguiera haciéndolo para bien de ambos y comodidad de
todos, y que tuviera paciencia con sus humores seniles. Florentino Ariza se
sintió aliviado con la solución de la entrevista. “Esté tranquilo – le dijo –.
Soy cuatro años mayor que ella, y no solo ahora, sino desde mucho antes, mucho
antes que usted naciera.” Luego cedió a la tentación de desahogarse con una
puntada de ironía.
-En la sociedad del
futuro – concluyó –, usted tendría que ir ahora al camposanto, a llevarnos a
ella y a mí un ramo de anturios para el almuerzo.
El doctor Urbino Daza no
había reparado hasta entonces en la inconveniencia de su profecía, y se metió
por un desfiladero de explicaciones que acabaron de enredarlo. Pero Florentino
Ariza lo ayudó a salir. Estaba radiante, pues sabía que tarde o temprano iba a
tener un encuentro como aquel con el doctor Urbino Daza, para cumplir con un
requisito ineludible: la petición formal de la mano de su madre.
Pero los jóvenes, desde que yo me acuerdo, dicen que
más vale pedir perdón que pedir permiso. Quizás no habría de sorprendernos que
esto aplique para todas las edades.
Espero que haya disfrutado su resumen, peladito y en
la boca.
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